Cristo, crucificado y resucitado, es el sumo sacerdote que participa de nuestras debilidades y que, mediante el sacrificio de sí mismo, une a la humanidad con Dios Padre. En su entrega, Cristo derriba el muro que separaba al pueblo elegido de los paganos en el templo.
La separación ya no existe y para todos se abre la posibilidad de caminar por la senda de la nueva vida. Junto a Cristo está la Madre de Dios, figura de la Iglesia que recoge el agua y la sangre que brotan del costado traspasado de su Hijo, símbolo de los sacramentos. En el interior del cáliz se esconde una paloma. Estamos ante el don del Espíritu Santo que nos hace partícipes de la vida de Dios mismo, la vida filial, la vida de comunión.
María-Iglesia, unida a Cristo, entrega el cáliz al centurión, un "pagano" que, en realidad, es el primer creyente. Detrás de él se abre una multitud de personas que están a su vez revestidas de Cristo, más aún, entretejidas en el Cuerpo de Cristo. La estola sacerdotal nos recuerda que, al asumir la naturaleza humana, Cristo ha abierto a todos los hombres la posibilidad de convertirse en hijos y de vivir la vida como comunión, como paz, como reconciliación.